lunes, 11 de mayo de 2009

Bartleby



Para sorpresa nuestra, hoy encotramos nuevamente un mail de Roger, quien hacía un par de días nos había enviado la esquela de la defunción de la hermana de Ivan. Esta vez ya no había mensaje, sólo un documento adjunto, "Bartleby_y_compañia.jpg", la página del libro de Enrique Vila-Matas, abierto por las páginas 102 y 103, reproduciendo el capítulo 41. En él se puede leer cómo Enrique y Clara Janés se cruzan con Ivan cuando ya lo daban por desaparecido en 1989, justo después de la grabación del disco en México:

41) Han transcurrido varios años desde mi primer y último encuentro con Iván Yuq. De la memoria, sólo rescato un amargo sabor cenagoso. El resto del recuerdo se manifiesta confuso. Algunos escritores del No provocan, en el mismo instante de conocerles, un inmediato sentimiento de rechazo, como si algo en nuestro interior nos alertara del peligro que corremos si decidimos entablar conversación con ellos. «El abismo de la verdad nunca agradó a la naturaleza del hombre», escribió Jorge Luis Borges el día antes de recibir la Gran Cruz de la Orden al Mérido de manos del séptimo presidente de la república italiana Alesandro Pertini.
A finales de los ochenta, resulta común recordarme deambulando a altas horas de la madrugada del brazo de mi amiga Clara Janés. Por aquel entonces, a Barcelona se la conocía como la ciudad del corazón perforado. Bajo la Plaza Cataluña, la célebre Avenida de la Luz se extendía majestuosa como un oasis subterráneo. A diario, más tarde o más temprano, todos los grandes trasnochadores, sedientos, desembocaban en aquel túnel para celebrar lo más parecido para un urbanita a un aquelarre en declive.
En nuestro enclave predilecto, Janés y yo éramos, en comparación, los lugareños más sobrios. También, de vez en cuando, deleitábamos a la asustadiza audiencia con recitales espontáneos a viva voz. Una madrugada a finales de diciembre, me acuerdo por los monigotes de papel de diario que llevaba prendidos en la espalda de la americana, conseguimos tomar Janés y yo, en nombre de la poesía, el alto de la barra. Yo no mostraba ninguna preferencia poética en particular. En cambio, a Janés le fascinaban los versos de Holan. « Lluvia sin árboles... Húmedo heno.../ Apertura del gas... Nube frita en la sartén de la luna.../ Parpadeo... Guiño... Desaparición de las formas.../ Casi tropieza con la carretilla de tierra del cementerio.../ “¿Me quiere usted?” –Sí./ “¿Me ama?” –No.»
Una noche Janés se interrumpió en seco y respondió a mi mirada interrogadora con un leve movimiento del dedo índice. Señalaba por encima de mi hombro. Me giré y vi, por primera y última vez, a Iván Yuq. Era un vagabundo sentado en el rincón más alejado. Bebía cerveza y fumaba sin cesar.
«No doy crédito a mis ojos. Iván Yuq –me susurró Janés–. Hace un año que se le da por desaparecido. Desde Veracruz. Su obra aúna literatura y música. Los musicólogos están intentando desentrañar sus ritmos, por lo visto se trata de un lenguaje único. Le daban por muerto. Grabó su último disco en México y se esfumó.» «¿Y qué hace ese estrafalario personaje con nombre ruso en Barcelona?», le pregunté a Janés. «Es catalán, de La Floresta. Su hermana está ingresada en un psiquiátrico de Barcelona, seguramente ha venido a visitarla.»
El vagabundo nos miró. De repente. Y apuró la cerveza. Sólo yo vi cómo retorció la lengua dentro de la jarra. Tuve que ir al cuarto de baño, no pude aguantarme las arcadas. Janés permaneció en su taburete, muy tensa. Era imposible que nos hubiera oído, con el barullo del bar y a tanta distancia. De todas formas, al regresar del cuarto de baño, me senté junto a mi amiga en silencio. Como escribe Guy de Maupassant, el temor y la evidencia no resultan buenos compañeros. El vagabundo se irguió y se dirigió trastabillando hacia la puerta del bar. Tarareaba una canción indescifrable. Sólo entonces Janés decidió romper nuestro silencio. «Dicen que su descubrimiento le ha costado la cordura. Después de la grabación de El chico del circo ambulante y tal como vaticina en Adiós, la canción que cierra la cara B, Iván Yuq desapareció. El tema concluye con la promesa de no escribir una sola palabra más. Yuq renuncia a cualquier pretensión y no quiere que la gente se apiade de él. “Si el hombre asume su soledad/ pierde toda pretensión”», recita Janés. «Y fin.»
El vagabundo se alejó por las calles regadas de orín. Su lengua blanca e hinchada por los hongos se perdería en el cuerpo de alguna prostituta de la calle Robadors al rayar el alba. A los pocos meses de aquel encuentro, la Avenida de la Luz se apagó y nunca más se encendió. Su lengua se ha convertido en el recuerdo más vívido de aquella época. Se me seca la boca cada vez que pienso en ella, en la piel de las prostitutas, en el amargo sabor cenagoso de los besos de un desaparecido.
La semana pasada se me ocurrió llamar a Janés. Le pregunté por Iván Yuq, si se sabía algo de él después de tantos años. Janés asintió. Cinco años después, Iván regresó a la luz pública. Su hermana había sufrido un grave accidente en el hospital y perdió ambas piernas. Iván se presentó en el centro y se la llevó a la casa familiar de La Floresta. La mujer no sobreviviría más de un año a las secuelas. Tras su muerte, Iván Yuq se desvaneció, esta vez definitivamente, como si su hermana y él siempre hubieran sido la misma persona.

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