veintitantos, ya no sé cuál, y menos aún el piso o la cara, pero subimos lentamente y a trompicones por la escalera empinada, uno detrás del otro chistándonos entre risas y entre nosotros para no meter mucho ruido, y al llegar arriba alguien abrió la puerta y entramos. Yo estaba acabando de liarme un porro en el sofá mientras alguien sacaba algo de beber, y ya iba a pedirle a nuestro anfitrión que pusiera "Horses" de Patti Smith cuando me di cuenta de que en el tocadiscos había un vinilo que giraba. ¿Lo había puesto él mientras yo me acomodaba en el sofá? ¿Estaba quizás puesto de antes? ¿Era uno de esos tocadiscos antiguos que puede repetir automáticamente la cara del disco, una y otra vez, hasta el infinito? Me acerqué para subir el volumen de aquella música extraña que se había escondido entre el murmullo de nuestras voces indistintas: parecía salir de la escalera, de los camiones de riego que empezaban a recorrer las calles, del
susurro intermitente de alguna moto que pasara por la calle, de las cañerías y del hueco de entre las paredes. Parecía salir de todas partes y de ninguna. Convencional y previsible, pero no carente de encanto, aquella música tenía una lánguida melancolía cautivadora, bien que algo desvaída y enojosa. Alguien comentó que le recordaba a la música de la vuelta ciclista, y todos nos reímos, yo un poco a desgana. Recuerdo que la canción se basaba en la repetición de unos pocos elementos mínimos que se iban hilvanando uno tras otro. Y cada ocho compases algo cambiaba, sin aspavientos, o si no cada dieciséis, el ritmo cambiaba, un instrumento callaba, la melodía superpuesta a las programaciones entraba o salía, llevando la canción hacia adelante. Era música electrónica, enteramente instrumental, al menos la cara del disco que escuchamos, pero tenía algo de extraño y pasado de moda, como aquellos dibujos animados checos que mirábamos de pequeños: apenas tenían un par de años de antigüedad, pero incluso para nosotros, que éramos unos críos, parecían algo del siglo pasado. Hablaban desde un lugar lejano, y esa extrañeza los hacía remotos, inaccesibles y cautivadores. Pregunté qué era lo que escuchábamos. "No sé, lo encontré de segunda mano en Edison's y me gustó el título. Eran 10 LPs por 1000 ptas. Este es de los mejores del lote: imagínate el resto. ¿Quieres que lo quite?"
Pasé el porro y me acerqué para ver la carátula del disco, pero venía sin carátula: tan sólo una funda en cartón crudo, con unas palabras inscritas en rotulador: "Ivan Yuq: Third Person (1983)". La canción acabó.
"No, ya está bien. ¿Te importa que vuelva a ponerla? "
"Tú mismo, pero no subas mucho el volumen, que no son horas."
Al mirar hacia delante, lo vi todo claro: el vinilo en el tocadiscos, la doble pletina abierta, una cinta de cromo desocupada encima del altavoz. No sé por qué, sólo que debía hacerlo, y antes de poder pensarlo, ya estaba todo hecho por mí: una mano deslizaba la cinta en la ranura de la pletina, un dedo apretaba el botón rojo, el disco volvía a girar y la bobina de la cinta lo perseguía ágilmente. Volví al sofá y me dejé llevar por la indolencia de los últimos jirones de conversación y, horas después, al despertarme en una sala vacía, sustraje la cinta del estéreo, me la metí en el bolsillo, cerré la puerta tras de mí y salí del piso sin ser notado.
Aquellas canciones son todo lo que queda de aquella noche y aquella mañana de abril, como esta misma, hace ya muchos años, y de aquella cinta robada a la ocasión, que ahora quizás esté o no esté en otra sala, como aquella misma. Luego, más tarde, en el azar de los años, quiso la ocasión que pasara un verano, creo que fue el del 98, haciendo la ruta de los hoteles de la Costa Dorada. Yo tocaba los teclados en el piano-bar o en el lounge, por la tarde. Luego, ya entrada la noche, hacíamos el repertorio de temporada con la orquesta del hotel. Música de baile. Merengues. Cumbias. Algún bolero, pero pocos. Mucha pachanga. Eran orquestas grandes, pero el repertorio era el mismo en cada sitio y cada noche. Había pruebas de sonido, y entonces yo probaba mi equipo. Llevaba una caja de ritmos Roland MC-303, un teclado Korg analógico, un piano eléctrico Yamaha y un viejo secuenciador. Para hacer la tarea más llevadera, tocaba aquello que había
estado escuchando, o simplemente lo que me apetecía, sin pensar mucho en ello: Patti Smith, Television, The Insides, Iván Yuq. Apenas había gente, y la que había todavía estaba cenando en el restaurante, o cargando baterías en la barra. En esos breves instantes antes de que la molicie del corazón partío y de las rancheras del Sabina, o el meneíto meneíto meneíto y la bomba y el caimán se apoderaran de la pista, a nadie parecía importarle. Y sin embargo, parece ser que alguien tuvo la peregrina idea de deslizar otra cinta en la pletina de la mesa de mezclas, y apretar el botón rojo para capturar aquellos sonidos, que son y no son los mismos que yo antes capturara de forma accidental y fortuita. El resto -tosco y rudo cual es- son estos breves fragmentos de ese naufragio mío, y del de Iván Yuq.
Muy atentamente,
Sanfeliu
Sanfeliu -